sábado, 20 de marzo de 2010

Se nos va de las manos

Hoy me he encontrado con la siguiente noticia en La Vanguardia:


Ah, es decir, que resulta que no eran etarras. Bien, fantástico. Ahora sí que se les cubren los rostros para que no puedan ser reconocidos (¿un poco tarde, no?) Y si resulta que no son etarras: ¿entonces por qué desde el Ministerio del Interior español, el gobierno francés y los medios de comunicación de los dos países se dijo desde el primer momento que lo eran, sin tan siquiera otorgarles el derecho a la presunción de inocencia? ¿Tienen idea tanto los unos como los otros del trastorno psicológico que esto puede suponer para los afectados y sus familias?, ¿tienen idea de lo que supone para la democracia saltarse estos "formalismos"?

No obstante, el tema ya se empezó a ir de madre, a mi entender, cuando desde el primer momento se trató a un homicidio fruto de la persecución policial y que puede pasar con cualquier delincuente, como un atentado terrorista más. Vale, sí, de acuerdo, ETA mató a un polícía francés, pero no porque hubiera pensado hacerlo. Creo yo que, si todavía conservamos un poco de cordura, deberíamos distinguir cuando un terrorista mata a sangre fría de cuando lo hace en una huida disparando a diestro y siniestro. Es decir, ¿si el terrorista en cuestión hubiera estado robando en un banco o hubiera apuñalado a su pareja, sería también un atentado?, ¿se puede considerar eso legalmente como terrorismo? Sí, en ambos casos alguien mata a alguien, pero el contexto es bien distinto.

Creo que este tema, como muchos otros, se nos está escapando a todos de las manos. Cada vez más, nos movemos arrastrados por las emociones, llevados por el impulso que nos pide el ojo por ojo y el diente por diente; cuesta más discernir unas cosas de otras y parece que el ritmo, cada vez más frenético de nuestra sociedad, de nuestra cultura occidental, nos está conduciendo al abismo de la locura.

viernes, 19 de febrero de 2010

"Cordura, por favor" (Juan Cierco)

La columna que pongo a continuación fue escrita hace algunos años por Juan Cierco, entonces corresponsal de ABC en Oriente Próximo. No sabía la fecha y la he encontrado en otro blog (26/07/2006) pero no estoy segura de que sea ésta exactamente. En cualquier caso es bastante aproximada.

He decidido dejarla aquí plasmada porque es un texto que no solo me hace reflexionar, sino que cada vez que lo leo me entran ganas de llorar. En parte por vergüenza propia, pero sobre todo por vergüenza ajena... vergüenza hacia la humanidad:


"Hablar por hablar. Sin conocimiento de causa. Sin vergüenza torera. Sin haber pisado nunca Oriente Próximo. Sin entender inglés. Con escasas nociones de francés. Mucho menos hebreo. Qué decir del árabe. Porque está de moda. Porque hay una guerra, o algo que se le parece demasiado. Porque el que habla no piensa, no estudia, no aprende, no se forma. Como ser humano. Como profesional. Como intelectual.

Es verano. No hay nada mejor con lo que intentar ganar votos. O si lo hay esto vende mucho. Recuerda al pasado. Se mezclan las churras de la guerra de Irak con las merinas del antisemitismo. Y los políticos se tiran a la piscina sin saber nadar, sin que haya agua siquiera. Les importan muy poco las víctimas. Mucho menos los orígenes del conflicto. No leen, no escuchan, no miran. Hablan, gritan, vociferan, se insultan. Esta vez, el rehén: Oriente Próximo.

Se levantan y ven y leen (un resumen, no se vayan a cansar) y oyen lo que ha dicho el de la acera de enfrente para decir lo contrario, para decirlo más alto, para decirlo entre su coro de altavoces que producen urticaria. Su mezquina ilusión, que el mensaje sirva, sin contenido, sin más papel que ese de regalo que envuelve el vacío, la nada, la estupidez más supina, para un fugaz titular del telediario.

Confieso que llevo ocho años viviendo cada día en la región más convulsa del planeta. Que he visto la muerte en la cara de una mujer israelí, judía, sentada en la puerta de su casa. Una mujer trabajadora, con dificultades para encontrar a alguien que fuera a buscar a su hija a la salida del colegio. Sin dinero para pagar a nadie por hacer esa tarea que como tantas veces acaba haciendo la abuela. Y abuela y niña que se suben en el autobús rumbo a casa. Y la niña que le cuenta a la abuela que quiere una muñeca con melena rubia. Y la abuela que le promete una para su cumpleaños. Y un terrorista suicida palestino que se sube al autobús y se vuela en mil pedazos. Y un móvil que suena. Y una mujer que se desmaya. La madre, la hija. La abuela, la niña, muertas.

Confieso que he oído llorar a un niño palestino, musulmán, por ver a su padre, médico respetado en Ramala, educado en Zaragoza, casado con una española de Teruel, de rodillas, en calzoncillos, en mitad de ningún sitio, apuntado por el fusil de un recluta israelí de 18 años de edad que encuentra entretenido humillar a un ser humano delante de los suyos porque no tiene nada mejor que hacer a las siete y diez de la tarde.

Confieso que llevo ocho años viviendo cada día en Jerusalén, en Gaza, en Nablus, en Tel Aviv, viajando a Beirut, a Ammán, a El Cairo, a Bagdad, a Damasco, a Teherán. Que he recorrido todo el mundo árabe y musulmán. Que he convivido con israelíes y con judíos. Que he pisado mezquitas, iglesias y sinagogas.

Confieso que he entrevistado, algunas veces admirado, otras con una pinza en la nariz, a primeros ministros, a presidentes, a reyes, a alcaldes, a líderes políticos, a terroristas, a milicianos, a víctimas inocentes, a niños, madres, abuelos, padres, hermanos...

Confieso que he hablado con intelectuales, con profesores universitarios, con alumnos aventajados, con experimentados y sensatos diplomáticos, con analistas inteligentes, con periodistas de renombre, con historiadores, sociólogos, médicos, psicólogos, con militares críticos, con soldados criticados, con imanes, sacerdotes, rabinos, con ayatolás, con laicos, con ortodoxos, con sefardíes, con católicos, con asirios, con cristianos ortodoxos, con ashkenazíes, con suníes, con chíies, con drusos, con kurdos.

Confieso que he leído, que he escuchado, que he olfateado, que he sentido, que he mirado debajo de las alfombras, que he reído con los vivos, que he llorado por los muertos, que he visitado en los hospitales a los heridos, que he visitado en sus casas a los huérfanos, que he hablado con el padre de un soldado secuestrado, que he hablado con la madre de un preso sin juicio, que he abrazado a un amigo muy cercano con su hijo momificado, con quemaduras de segundo grado en el 75 por ciento de su cuerpo después de un atentado suicida en Tel Aviv, que he consolado a un colega cuando despedía a su hermano, fotógrafo de Gaza, rumbo a Londres donde la iban a amputar una pierna e intentar salvar la otra después de un asesinato nada selectivo israelí.

Confieso que he repasado las resoluciones de las Naciones Unidas, que he seguido las sentencias de los Tribunales internacionales, que me he aprendido de memoria todas y cada una de las hojas de ruta, todas y cada una desviadas, que se han diseñado en la región, que he viajado a Suiza para bautizar la Iniciativa de Ginebra, que me he desplazado a Sharm el Sheij y Taba cuando la paz parecía que estaba a la vuelta de la esquina, que me han enviado a Oslo para seguir unas reuniones secretas en las que se podían definir los parámetros de un acuerdo que se tocaba ya con las puntas de los dedos, que he acompañado a Miguel Ángel Moratinos, todavía enviado especial de la UE en Oriente Próximo, en su gira de despedida por Egipto antes de dejar su puesto.

Confieso que me he avergonzado de lo dicho por analistas que nunca han pisado Tierra Santa; por tertulianos dignos del despido inmediato, que sentencian con tanta rotundidad como ignorancia, con sólo segundos de margen, que el carné de conducir por puntos es una majadería y que en Oriente Próximo la paz es posible pero la guerra resulta inevitable, por pseudo periodistas que firman sus crónicas desde donde nunca han puesto un pie y a la vuelta de un viaje relámpago escriben un libro que encima se publica pero que nadie lee.

Confieso que me asusta el nivel de los políticos, de los columnistas, de los compañeros de profesión, de los embajadores y Embajadas que te señalan con el dedo, de los pacifistas que empuñan las armas del insulto, de los arabistas que odian a los árabes, de los sesudos analistas de los centros de estudios estratégicos que con tanta estrategia apenas tienen tiempo para estudiar.

Si de todo opinan, si en todo actúan, si de todo saben como lo que saben de Oriente Próximo deberíamos echarnos a temblar. Cordura, por favor, por vergüenza propia y ajena, por respeto a las víctimas.

Confieso que después de ocho años en la región más compleja del planeta me queda tanto por aprender que no me atrevería a dar dos puntadas sin hilo. Y en mi querido país todos tejen y tejen y vuelven a tejer y a algunos se nos cae la cara de vergüenza. Se nos viene el alma encima. Se nos encoge ese corazón con el que nos acercamos a compartir el dolor de esa madre judía a la que le sonó el móvil; de ese niño palestino que lloró desconsolado ante ese soldado poco mayor que él. Les miramos a la cara y cuando nos devuelven la mirada bajamos la cabeza. ...Y les pedimos perdón."

lunes, 15 de febrero de 2010

Reflexión

Quizás este tipo de reflexiones no sean muy habitules entre la gente de mediana edad, no lo sé, pero es de suponer a ciertas edades uno ya tiene la carrera profesional medio encauzada. No obstante, cuando eres joven la incertidumbre se te come y el fantasma de la precariedad te persigue a donde quiera que vayas. Por ello me gustaría compartir aquí una pequeña reflexión que escribí hace no mucho tiempo para una asignatura de la universidad y que está relacionada, como no, con lá ética, con el mundo del periodismo e, incluso, con la publicidad:


"El medio no es muy pequeño ni muy grande: se trata de un periódico local en cuya redacción lleva el periodista dos años trabajando. Se licenció hace tres y medio y después de estar durante un tiempo dando palos de ciego con colaboraciones gratuitas por aquí y por allá y prácticas mal pagadas, por fin ha encontrado un trabajo más o menos estable en el medio actual. Por estabilidad no entendemos ni contrato indefinido, ni horas extras remuneradas ni un jefe precisamente amistoso, sino todo lo contrario (lo que, dadas las circunstancias, tampoco está tan mal). Pero todavía le queda mucha carrera por delante y muchos escalones por subir. Y esto se convierte en realidad cuando un buen día el jefe reconoce sus méritos y, a pesar de seguir cobrando los mismos 850 euros, es ascendido y adquiere un poco más de responsabilidad. Acaba de cumplir los treinta y dos. Pero la fatalidad llega al poco tiempo cuando, debido a su cargo, el periodista se ve envuelto hasta la coronilla en un embrollo. No ha hecho nada aparentemente ilegal ni ilegítimo, ni es la primera vez que se enfrenta a un problema semejante, pero en esta ocasión se ha tomado demasiado en serio su profesión: ha denunciado unos hechos que pueden perjudicar al anunciante más importante del periódico. Por esta razón, su inmediato superior le hace llamar al despacho y le pide explicaciones: “Fulanito” –le inquiere- “¿sabes en qué lío nos has metido a todos? Almacenes Casa Pepe es nuestro mejor anunciante, nuestro patrocinador más antiguo, y ahora ha amenazado con retirarnos la campaña y lo dice muy en serio, ¿qué vamos a hacer?, ¡sin Casa Pepe no podremos salir adelante!”.

A partir de este mismo instante a Fulanito solo le quedan dos opciones: O bien aceptarlo, rectificar la noticia e inventarse una vil excusa (por ejemplo, “mis fuentes me mintieron”) para que así Almacenes Casa Pepe siga patrocinando la rabiosa actualidad que desde las páginas del periódico se ofrece cada día a los lectores; o bien negarse a interpretar tal pantomima y plantar cara, aún sabiendo que eso le puede costar el puesto –o incluso el empleo- y que le servirá para canjear sus honorarios por unos cuantos enemigos. ¿Qué harían ustedes?, ¿tragar sapos y culebras y pasar por el embudo o marcharse con “el culo al aire” pero sumergidos en una buena dosis de dignidad?

¿No hay una tercera vía?"



viernes, 22 de enero de 2010

"Periodistas, ¿o niños de papá?"

Interesante artículo de Jacobo G. García, de El Mundo, sobre el despliegue de periodistas en Haití a causa del terremoto. Que cada cual saque sus conclusiones.

jueves, 21 de enero de 2010

Buena, bonita y barata telebasura americana

Como suelo decir en numerosas ocasiones, en España todavía estamos lejos de alcanzar las cotas de bazofia enlatada que se ve en la televisión americana. Vale que aquí tenemos las norias, los sálvames, las patricias y los dec's, pero aún nos queda mucho trecho para ver las humillaciones en carne viva que salen en los programas estadounidenses, tranquilos.
Tranquilos... que aún tenemos tiempo.

Por ejemplo, uno de los programas más duros que he visto en la televisión se llama "The Jerry Springer Show" y, como ya expliqué en El Gato Ciempiés en su día, en este programa la gente acude básicamente a pegarse, a mostrar sus infidelidades y perversiones sexuales varias y, en el caso del público, a enseñar sus partes íntimas y participar activamente en el programa abucheando o aplaudiendo a los invitados que desfilan por este circo-matadero. ¿Bonito, no? No negaré que el interés que despierta hace que llegues a estar un buen rato enganchado (no sé si de la incredulidad o por puro morbo) pero hasta las sensibilidades más curtidas en el mundo de la telebasura, como creo que es mi caso, pueden llegar a sentir auténtica vergüenza ajena.

Dejo aquí un vídeo de muestra del programa. He intentado buscar uno que no fuera extremadamente soez ni violento, así que me he decidido por éste de líos de camas y cuernos, (¡todo un clásico, señores!) donde al menos no se pegan: